Major Tom.
En los inicios de los 70, Papá me regaló un disco de 45 RPM de David Bowie. Por un lado venía “Space Oddity” y al reverso “The man who sold the world”. Era un disco naranja con letras negras que recuerdo verlo girar y girar por tardes enteras en mi Capissimo.
Fui criado escuchando a The Beatles, Intillimani, Mussorgsky, bandas sonoras, Fracis Lai, Sinatra y claro, Víctor Jara. Pero Bowie fue un regalo inesperado en tiempos tan revolucionarios porque habían sonoridades anglo, música nueva y fresca.
En la calle Lautaro Rosas en el Cerro Alegre en Valparaíso, nadie escuchaba ni conocía a Bowie. Los niños de mi edad no escuchaban música -¿curioso no?- de manera que tenía que compartir mi colección de discos con los “lolos” más grandes que pasaban por la puerta de mi casa camino a la cancha del New Crusaders donde casi todos jugábamos basket.
Eran tiempos raros y bellos. Fuimos simples “cabros” de algún cerro porteño, que alucinaban con cohetes, los aviones “a chorro” y satélites, porque éramos hijos de la Nasa, sabíamos qué tripulantes irían en el próximo lanzamiento, soñábamos con los alunizajes y no nos perdíamos “Perdidos en el espacio” porque todo giraba entre seres alienígenas, los trajes plateados de UFO y el Apollo 11.
La música de Bowie era contradictoria pero atractiva, hermosa, extraña y triste. La historia de un hombre enamorado que no volverá a la tierra no encajaba con la épica de Amstrong ni las preguntas de Hall. No, Major Tom quedaba dando vueltas al rededor de un planeta que se ve hermoso y azul desde el cielo.
Hay una épica en la letra de Bowie pero básicamente una desgarradora historia de amor. Recuerdo haber tratado de “sacarla” en guitarra, algo hice y la podía tararear en el nefasto inglés que aprendimos los que íbamos a las escuelas públicas en los setenta. Quisimos ser Ziggy Stardust, un personaje tan extraño y lejano entre tanto rayado de la Ramona Parra o las canciones de protesta del Quilapayún.
Éramos una especie extraña que lo admiraba en la básica, púberes que después seguimos con Led Zeppelin, Emerson, Like & Palmer, Kiss, King Crimson y que nunca paramos de deleitarnos con el rock & roll tal y como decía Luca “Yo soy Carlos Kreimer, En Martinez vivo, Me gusta el rugby, Y el Rock and Roll…”. Nosotros vivíamos en Cerro Alegre, nos gustaba el basket y también, el rock&roll.
Eramos tan felices escuchando letras que no entendíamos; psicodélicas y curiosas, tan cerca en tiempos tristes y violentos.
Crecimos escuchando a Bowie, revolucionario como Bretón o Silvio, casi sin saber cómo su música nos cambiaba la vida.